II El restaurante

             Cuando, una vez que se despidió del grupo, Ross se encontró solo en la habitación, lamentó haberse cogido un día de más en la ciudad. En su momento le había parecido buena idea pagar una noche extra de hotel para darse una vuelta por Madrid, pero ahora estaba agotado. Le hubiera gustado encontrarse de camino a casa y descansar. Pero le habían aconsejado que se diera una vuelta, que Madrid merecía la pena. Barcelona, tal vez, ¿pero Madrid?

             Se obligó a darse una ducha, cambiarse de ropa y salir. Era cierto que el hotel se encontraba en una buena zona y que podía aprovechar el tiempo andando. No tenía la intención de hacer turismo, pero suponía que así se encontraría con cosas que le hicieran olvidar la intensidad de esos tres días que lo habían dejado con la sospecha de que, como especialista, se estaba quedando atrás. Algo que había intuido pero a lo que ahora debía enfrentarse. El portero le abrió la puerta y se quedó en la acerca sin saber dónde ir.

             En ese momento escuchó una voz a su espalda.

             -¿Buscas una recomendación para cenar?. Aquí cerca hay un par de restaurantes vegetarianos.

             Se dio la vuelta aunque sabía quién le estaba hablado. La chica del vino acababa de encenderse un cigarrillo. El uniforme negro le sentaba muy bien. Ella, de alguna manera, lo sabía y lo llevaba con elegancia. El frío que se había levantado hacía que tuviera el cuerpo un poco encogido. A él le pasaron dos imágenes por la cabeza.

             -Aunque tal vez es un poco pronto – añadió ella.

             -No.

             Ella miró el cigarrillo y le hizo un gesto con la mano para que lo siguiera. Fue caminando deprisa por una calle que salía de la principal. Llegaron hasta un restaurante con el nombre escrito encima de una tabla de madera sobre la entrada. Ella se apartó y lo dejó entrar. Un hombre se acercó hacia ellos.

             -¡Elena, guapa! ¿Para los dos?

             Elena negó con la cabeza, pero él, intuyendo lo que le había dicho por los gestos, asintió y la miró. Ella dudó. Miró su reloj.

             -¿Esperas veinte minutos?. Veinte minutos y cenamos.

             El la vio salir del restaurante. El hombre que los había recibido lo llevo a una mesa, le dejó una carta, unos aperitivos, y regresó a la entrada. Se alegró de tener alguien con quien cenar. Lo que más miedo le daba era terminar en cualquier local de comida rápida donde, a cambio de no arriesgar, no llamaría la atención al comer solo.

             Elena llegó media hora después. Los dos besos que le dio al camarero demostraban que solía pasar tiempo aquí. Al sentarse en la mesa se disculpó por el retraso.

             -Tenía pensado cenar hoy aquí, así que me pareció una buena opción. Cada uno se paga lo suyo. ¿ok?

             -Ok

             Por la cantidad de detalles que recordaría después de esa noche, Ross supo que fue una jornada especial. Lo intuyó desde el principio, pero no esperaba que se fuera a desarrollar de esa forma. Por alguna razón que a él se le escapaba, y quizás también a ella, la conversación se centró en esos temas que siempre se evitan y que no dejan de crecer exigiendo que se les preste atención.

             Ross le confesó esa impresión que tenía de que se estaba quedando ya retrasado en su trabajo, que aunque seguía leyendo y haciendo cursos, veía cómo las nuevas generaciones avanzaban cada vez más deprisa. Por cada paso que daba él, los nuevos daban cuatro. Hasta ahora había podido mantenerse en un nivel alto, pero sabía que era algo temporal. Algunas noches se despertaba a las dos o a las tres y esa evidencia, que alimentaba su insomnio, lo impedía volver a dormirse.

             Elena escuchó todo lo que tenía que decir mientras cenaban. A Ross esa confesión lo relajaba y cuando pidieron los postres se dio cuenta de que había abusado de esa intimidad sin que ella le hubiera contado nada de su vida.

             -¿Y tú? – preguntó algo avergonzado. Insistió en pagar la cena.

             Elena le dijo que podían seguir hablando tomando algo. El acepto y acabaron en un pequeño local de techos altos, anuncios de obras de teatro en las paredes y cartas de vinos en soportes de madera.

             -No hay enoteca como ésta en Madrid. Te lo digo.

             Elena se acercó a la barra, habló un rato con el que la atendía y regresó a la mesa en la que estaba, en la que alguien había escrito “monster” con un objeto punzante, con dos copas de vino.

             -Dice que es de Pago. Algo nuevo.

             Elena lo obligó a brindar con unas palabras en español que no le tradujo. Se sintió como un chiquillo, pero aquello no lo ofendió. Cualquier cosa, pensó, con tal de mantener la intimidad de la cena. El vino era distinto, fuerte, con unos matices que no pudo identificar.

             Después de unos minutos en silencio, en los que se dedicaban a beber y a mirar el local, Elena comenzó a hablar.

             Le contó que estaba en Madrid para ganarse la vida, aunque no había nada ni nadie que la atara a la ciudad. Quizás el calor de la rutina en el hotel. Llevaba un par de años trabajando ahí y le gustaba tratar con gente de dinero. La exigencia era muy alta, pero, a cambio, se dejaba fascinar por ese halo de poder que rodeaba a todos los que se alojaban ahí.

             -Me fascina – admitió – y te hace creer que esa vida podría estar a tu alcance.

             En el tiempo que llevaba ahí se había hecho bastante amiga del responsable de los vinos. Nunca le había llamado la atención ese mundo, pero tardó poco en sentirse atraída por el ritual. El ritual, repitió. Y, después, por su lenguaje y, al final, por el propio vino.

             -Fue después de una comida como las vuestras. Nadie quiso probar el vino. La botella, especial, estaba ya abierta y el sumiller me miró y, sin esperar respuesta, se sirvió una copa y me tendió la otra. Yo dudaba, pero el insistió. No beberla sería un pecado, me dijo. Se llevó la copa a la boca y la probó con los ojos cerrados. Y fue ese gesto el que hizo que algo cambiara. Lo imité. Aunque yo entonces no sabía nada, no tenía duda de que el vino estaba a la altura. Era suficiente, dijo él, con esa copa se honraba a la botella.

             Elena se acercó de nuevo a la barra y volvió con dos copas.

             -Éste lo conozco. Te gustará.

             El local estaba ya lleno. Conversaciones bajas. Risas. Una luz que sacaba brillos al vino en las copas.

             -Y desde entonces me he metido en el mundo del vino. Ahora mi sueño sería estudiar esto en serio, pero no sé si lanzarme. El sumiller me recomienda que haga un curso en Valladolid, pero no sé si arriesgarme. Tengo ya este trabajo, con posibilidades de ascender. El ambiente es bueno. ¿Y dejar todo esto por algo que quizás no me lleve a ningún sitio?

Fin capítulo II. 


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