Esa noche sueña que el hombre de la fotografía de David Robinson vive en la habitación de al lado. Coincide con él en la cena y cuando Ross va a subir en el ascensor, entra corriendo para acompañarlo. Tengo algo importante que decirle, le comenta como justificación. Pero no añade más. Sólo al despedirse, los dos abriendo las habitaciones conjuntas, le dice que mañana, a primera hora, lo sabrá. Así se queda el sueño cuando Ross abre los ojos. Una hora antes de que suene el despertador. Nota la cabeza pesada, pero si antes el dolor tenía la densidad de la miel, ahora, aunque ocupa el mismo espacio, parece ceder, como la masa de una magdalena.

Hoy va a exponer sus conclusiones ante el CEO de la compañía. Un hombre que no llega a los cuarenta años y que mantiene un perfil bajo, como si trabajara continuamente infiltrado en su empresa. Es de los que sabe identificar las cualidades y los defectos de la gente que lo rodea con pocos indicios. Eso le permite dirigir la empresa con calma, sin gritos, sin amenazas. Sabe dónde va a triunfar alguien y cuándo va a cometer un error. Y en ese equilibrio es capaz de mantener a un equipo al que muchos desean unirse. Roos está nervioso, pero no por el proyecto, en el que confía, sino porque vuelve a tener la sospecha de que quizás sea un fraude, de que haya llegado tan lejos por una acumulación de casualidades que ya no puedan empujarle más tiempo.

En vez de quedarse en la cama esa hora, se ducha, se prepara y baja a la cafetería del hotel a tomarse un café. Es el primero en llegar. Toda la sala, iluminada, parece dispuesta solo para él. No tiene hambre. Ve cómo los granos de café se agitan mientras la máquina los muele para prepararse el café. Con la taza en la mano pasea junto al bufé: cruasanes, tostadas, cuencos con distintos cereales, frutas, láminas de queso, de café, una bandeja con huevos revueltos y otras con pequeñas salchichas. Prefiere seguir con el estómago vacío, así que regresa a su mesa con el café.

Echa medio sobre de azúcar y lo agita. En ese momento entra una mujer de recepción con un paquete. Pronuncia su nombre en voz baja, como si estuvieran en un concierto de piano. Le gusta cómo suena su nombre pronunciado por esa mujer, como si todavía no fuera ese envase de pasta de dientes del que cada vez cuesta más sacar algo. Asiente y ella, con una sonrisa, le entrega un paquete y se marcha.

Centrado en lo que le espera ese día, no se había acordado de que lo esperaba. ¿Así que está ahí? Ve su nombre en la etiqueta y la firma del encargado de recepción que lo recibió. Se levanta a por un cuchillo de sierra y vuelve con él. Abre las cintas que lo envuelve con cuidado. Es bastante probable que haya sido Elena la que lo haya envuelto. Y ésa, vuelve a leer su nombre, debe ser su letra. Es la letra de alguien que cuida lo que hace porque sabe que así todo resulta más fácil. Antes de abrir el paquete arranca con cuidado la etiqueta y se la guarda en el bolsillo de la camisa, como si fuera otro mapa.

Finalmente abre la caja. La botella está muy bien envuelta, rodeada por un cartón ondulante relleno por unas apretadas hojas marrones que impide que se mueva. Es un crianza del 2014. La botella sigue fría, como si todavía mantuviera la temperatura de la bodega del avión que la trajo. La deja en la mesa y la observa. Esperaba que tuviera alguna frase de Elena. Algo neutro. Que la disfrutes. Espero que te guste. Algo así. Un deseo, en cualquier caso, algo infantil, porque lo importante es que se haya tomado todas las molestias en hacérsela llegar lo más deprisa para que pueda tenerla justo ahora.

Deja que pase la hora. Le gusta ver cómo los demás inquilinos van bajando a desayunar. Las parejas que hablan entre ellas inclinadas, como tratando de mantener la intimidad de la noche. El ejecutivo que no deja de mirar al móvil encima de la mesa mientras extiende la mantequilla sobre la tostada. El niño que, con el plato en la mano, recorre toda la oferta del bufé sin decidirse. A las nueve menos diez se termina el café y vuelve a guardar la botella en su caja. Saca la llave de la habitación pero en el último momento decide que no va a subir la botella. Pide una bolsa en recepción y con ella en una mano y el portátil en otra sale camino de la oficina.

La mujer que le entregó las pastillas el día anterior va a hablar con él cuando lo ve por la planta de los despachos. Trata el tema de la alergia con ligereza, como si fuera la resaca de alguien no acostumbrado a cierta bebida. Y eso le hace bien porque así él tampoco tiene por qué tomársela más en serio. Algo más de paciencia y de energía. Le pregunta si se ha tomado las pastillas y le indica dónde encontrarla si necesita algo más.

La reunión de hoy es en una sala más grande que tiene, sobre una pared con falso ladrillo visto, el logo de la empresa en neón. Parece un lugar que también se aprovechara por aficionados a la música como sala de ensayos. Hoy vuelve a reunirse con los comerciales de ayer, que lo saludan al entrar y van abriendo sus portátiles con cuidado, como si realizaran algún tipo de ofrenda laica. Nadie dice nada. A las nueve en punto entra el CEO a la reunión. Los saluda a todos por su nombre de pila con un firme apretón de manos y se sienta en la mesa. No trae ningún ordenador, no deja ningún móvil encima de la mesa. Cruza los brazos y mira a la pantalla como si fuera un espectador que se hubiera metido en el primer cine que hubiera encontrado en una tarde de lluvia.

A pesar de ese ambiente distendido, las preguntas del CEO son difíciles porque cada una parece hecha desde un punto de vista diferente. Representa al distribuidor, al consumidor, al vendedor, al encargado de dar apoyo técnico, al responsable de marketing, al del soporte telefónico, a la competencia, al cliente que no quiere cambiar de modelo. Ross se da cuenta de que, aunque todos llevan hablando del producto durante un año, lo cierto es que no se lo han imaginado solo en el mercado, expuesto, vulnerable. Lo que el CEO teme es que los depredadores no le permitan el tiempo mínimo para desarrollarse y convertiste él mismo en una amenaza.

Hay muchas preguntas que no se ha preparado. En otra situación habría admitido no tener respuesta ante ellas, pero en los momentos en los que los comerciales y el CEO esperan su opinión, se fija en la caja de la botella, que ha dejado junto a su silla. Ahí está la caja. Y en la mochila del portátil sigue la moneda de cinco centavos del taxista. Y ayer se bebió una botella de vino con un desconocido al que pagó con una historia. Va cumpliendo esos pequeños ritos. La última pregunta del CEO ha sido directa y ha provocado que todos en la sala muestren cierta inquietud.

-¿Por qué seguir invirtiendo en el producto en vez de comprar una empresa que ya lo haya desarrollado?

Ross sabe el nombre de esa empresa y que sus desarrollos están muy cerca del estado del arte. Ha coincidido con algunos de sus ingenieros en convenciones sobre certificados. Son buenos. Es gente amable. Podría ser, es cierto, una opción.

              Y es entonces cuando recuerda la etiqueta con su nombre escrito con cuidado por Elena. En cierto modo, la respuesta le ha llegado antes que la pregunta: “Al comprar una empresa se corre el riesgo de que la ilusión del equipo desaparezca al integrarse en otro proyecto que ya no es el suyo. Porque a partir de entonces la referencia cambia: ya no se trata de seguir al mejor, sino de mejorar al peor del equipo. En vez de buscar el éxito, se trata de evitar el error”.

De alguna manera, todo eso está en la nota de Elena y en el tiempo dedicado a un envío detrás del que no hay ninguna explicación comercial. Solo el afán de hacer las cosas bien, con cuidado, con eficiencia. Hay que cuidar esa forma de trabajar, por eso hay que invertir en un equipo que ya funciona y no arriesgarse con esa compra.

El CEO asiente. No hace más preguntas. La reunión solo ha durado hora y media, aunque había temas para estar toda la jornada. Ross es el último en recoger el equipo y apagar el proyector. El CEO se acerca a hablar con él.

– ¿Qué tal lo de la alergia?

– Mejorando.

Le da unos golpes en el hombro y se acerca a la puerta. Ross recoge la botella y sale del despacho a indicación del CEO, que apaga las luces. Entones lo llama por su nombre y le indica que apriete un pequeño botón banco. Es el del logo, que se ilumina. El CEO cierra la puerta y le indica que esa noche se volverán a ver en un concierto.